EL TRAPECISTA Q
Cuando el circo estuvo en el País de las letras hubo un accidente, uno de los trapecistas, cuando estaba haciendo un ejercicio muy difícil sobre el trapecio más alto se mareó y cayó al suelo entre los gritos de toda la gente. Al principio creyeron que se había matado, pero no fue así. Lo llevaron rápidamente al hospital y allí lo curaron. Pero se quedó cojo y ya no pudo trabajar más como trapecista. Aunque ya no trabajaba en el circo, todo el mundo seguía llamándole el Trapecista. Era una persona muy alegre, siempre cantaba y le entusiasmaba que todo el mundo estuviese contento. Cuando el circo se fue, el trapecista Q decidió quedarse en este país donde todos se habían portado tan bien con él. El rey U le dijo que podía vivir en palacio y ser su secretario, porque era muy listo. Cuando se cansaba se iba a la cocina a ayudar un rato. Le gustaba hacer bizcochos. ¿Que si sabía? ¡Vaya si sabía! El trapecista Q preparaba unos bizcochos tan deliciosos que hasta el panadero P le pidió que fuese su ayudante en la pastelería. Pero a nuestro amigo Q le gustaba vivir en el palacio porque allí podía comer todo el queso que quería, pues tenía permiso para bajar a la despensa real y probar todos los tipos de queso que allí había: duros, blandos, pequeños, grandes, amarillos, blancos, quesitos…, etc. y podía comer del que más le gustase. Un día preparó el bizcocho preferido de la reina A y se quedó asombradísimo cuando lo devolvieron a la cocina sin que nadie lo hubiese probado. -¿Qué pasa?-Preguntó alarmado -Todos están preocupados por un grave problema y nadie tiene apetito. Todos están tristes, nadie habla ni ríe –le dijeron. Se asomó por detrás de unas cortinas y vio a la familia Real sentada en sus sillas, con los codos apoyados sobre la mesa mirando de reojo a la reina A y al rey U, que no se daban cuenta de nada. Sólo el travieso príncipe E tiraba miguitas de pan a la princesa O y daba golpes por debajo de la mesa a la princesa I. -¡Esto no puede ser! ¡Que alguien me cuente cuál es el problema que preocupa tanto a los reyes como para que no les apetezca probar mi bizcocho! –dijo nuestro amigo Q. Se lo contaron y decidió ir a hablar con los reyes. -¿Qué puedo hacer yo? -preguntó. -¿Tú?... ¿Qué vas a hacer tú...? ¿Puedes acompañar a esta pareja de revoltosos y decir con ellos “ke...,ki...”? -¡Claro que puedo! Esa es mi forma de hablar, y no creo que me canse mucho –respondió. -Acabarías agotado si tuvieras que seguir a esta pareja en sus juegos, porque son muy revoltosos y no paran un momento -dijo el rey U. -¿No podríais hacer que fuesen más formales cuando viniesen conmigo? -preguntó Q. El rey se quedó pensativo y dijo contento: -¡Ya lo tengo! Yo os acompañaré. Me colocaré en medio e iré leyendo tranquilamente el periódico, sin decir nada. No creo que se atrevan a portarse mal. Así lo hicieron. Se colocaron el trapecista Q, luego el rey U y, al final, una vez el príncipe E y otra la princesa I. Mirad cómo iban: “Que...qui”. El trapecista sabía contar unos cuentos fantásticos, y como a los príncipes les encantaba escuchar sus historias, se portaban muy bien. ¡Qué contento estaba el trapecista Q! Había ayudado al rey U y tenía unos amigos estupendos; además, todos volvían a estar contentos, a alabar su talento de narrador, y a comer sus ricos bizcochos. Esperemos que con éste se acaben los problemas para que siempre sean felices. Pero me parece que todavía queda alguno más. Otro día lo sabremos.
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